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Iconografía de la devastación… y un deseo ferviente

Por Celia Álvarez





“Las lágrimas son la sangre del alma”. Esta frase de San Agustín adquiere significado, hoy más que nunca, para los moradores de una comunidad que lo honra como patrono cada 11 de diciembre, Cotaxtla, donde la estela de devastación que dejó a su paso el huracán “Karl” aún hace asomar el llanto a muchas pupilas, pasada ya una semana del comienzo de la tragedia. Y digo comienzo, porque ésta continúa. Y seguirá, por lo que se vislumbra, durante bastante tiempo…

Sábado 24 de septiembre. El calzado se cubre de cal y patina en el lodo mientras avanzamos por la avenida Juárez, principal arteria de esta comunidad cuyo nombre deriva del vocablo náhuatl Kuetlachtli, que significa “hombre valiente”. El sol de mediodía calienta la atmósfera sin lograr endurecer la tierra, ahora única habitante de las casas después de penetrar a raudales por techos, puertas y ventanas, junto con el impetuoso caudal de agua que se lo llevó todo por delante, sin respetar siquiera el descanso de quienes poblaban el arrasado cementerio local. El ambiente huele a dolor, por usar un eufemismo que aleje la invocación de la muerte.


Silvia del Valle se afana en rescatar algunos objetos, a todas luces inservibles, semienterrados entre la montaña de barro que circunda el que fue su hogar. Apenas levanta la vista cuando pido permiso para entrar a fotografiar la escena y asiente con gesto adusto. La sombra de la preocupación planea sobre su ceño, igual que los zopilotes que revolotean en círculos, no muy lejos, avizorando alguna presa. Razones no le faltan para sentirse abatida: a la pérdida total de su casa, enseres domésticos y herramientas de trabajo (una laptop y una computadora de escritorio) se suma el acervo literario que fue acopiando a lo largo de muchos años de ejercicio como docente. Haber perdido sus 516 libros le duele tanto, si cabe, como el resto. No sabe dónde va a vivir a partir de ahora, y mucho menos cómo va a retomar sus labores en la Escuela Secundaria Técnica 100 de la localidad, desprovista de todas sus pertenencias y materiales de trabajo. Por lo pronto, una amiga le brinda alojamiento temporal. Le extiendo la mano al despedirnos y, mientras me alejo, deseo que el presidente Felipe Calderón tenga boca de profeta: en su reciente y fugaz visita les auguró que “Dios proveerá”.








Escoltado por un sinnúmero de guaruras y resguardado atrás de una barrera que impedía a la gente acercársele para exponerle sus cuitas, el mandatario, acompañado por el gobernador veracruzano Fidel Herrera, tuvo un brevísimo encuentro con los pobladores de esta comunidad, enclavada en la zona centro costera de Veracruz, en la región llamada Sotavento, y que es una de las más afectadas por el desastre natural. Les dejó un costal de promesas y los felicitó por sus avances en la limpieza del entorno, aunque, como lo pudimos constatar y el lector lo corroborará en las imágenes que acompañan a este artículo, falta aún mucho por hacer. Muchísimo.








Esquivo a una perra famélica y sarnosa, que hurga en uno de los múltiples montones de basura, escombros y madera que los vecinos han apilado por doquier, para acceder a un área donde parece que cayó una bomba, por el alcance de la destrucción. Refrigeradores, bicicletas, ollas y otros objetos metálicos se hallan aplastados y retorcidos, como si un gigante los hubiera apretado con crueldad entre sus dedos. Ningún tejado ha quedado en su lugar. Marañas de hierba y ramajes cubren las protecciones de las ventanas, y las puertas de hierro que se mantienen en su sitio están dobladas. Palmeras, postes y árboles tapizan el suelo, que parece un cementerio de enseres domésticos. Juguetes, sofás, sillas y colchones parecen descansar después entregarse frenéticamente a las evoluciones de una danza macabra.










Regreso a la calle principal y me extraña no ver algún campamento base o brigada de la Cruz Roja, el DIF, Protección Civil… No hay en derredor funcionario o voluntario alguno. Pero sí hay bastante gente apoyando a sus coterráneos caídos en desgracia a manos de la naturaleza, que hoy parece cobrar venganza contra los humanos por tanto agravio recibido. En vehículos particulares y camionetas, muchos se han acercado a repartir víveres, ropa e implementos de limpieza entre los grupos de personas que se acercan, muchas de ellas procedentes de rancherías alejadas y que se preguntan cómo se van a llevar sus respectivos donativos hasta lo que quedó de sus hogares.











Una mujer ofrece, desde la caja de una camioneta de carga, centenares de prendas de vestir a la multitud circundante, en búsqueda del dueño más apropiado para cada una. Dos camionetas de tres y media toneladas enviadas por MetLife Protección Futura abastecen a una larga fila de damnificados, ofreciéndoles colchonetas, juguetes, zapatos, despensas, carretillas, palas, picos y otros utensilios. Una mujer desciende de su automóvil cargada de bolsas repletas de tortas, para ayudar a mitigar un poco el hambre. Más allá, un vehículo transporta a varios hombres protegidos con tapabocas que esparcen cal por calles y viviendas, como medida preventiva de epidemias a causa de los desechos que abarcan todo lo que alcanza a apreciar la vista.



Mientras recorro el poblado, grupos de mujeres que permanecen a la puerta de sus casas con aspecto abatido sin saber, o más bien, tener qué hacer en el interior, intercambian miradas consternadas que delatan su inquietud ante la incertidumbre futura. Llama la atención el silencio imperante. Los niños permanecen mudos y apáticos, aún incrédulos ante la magnitud de una tragedia que no pueden comprender. La mayoría de los hombres van tocados con gorras encarnadas, que ostentan al frente el nombre del político que, dicen, les hizo llegar cientos de ellas. En algunos negocios, unos más destrozados que otros por la acción inclemente del fenómeno meteorológico, empiezan las labores de limpieza, aunque sus propietarios no vislumbran por el momento con qué los van a surtir o a qué clientes podrán atraer.








De regreso a Xalapa, encontramos a varios grupos de personas que aguardan apostadas a la vera del camino, con la mirada perdida en el vacío, a que lleguen más camionetas cargadas de donativos ciudadanos. A ambos lados de la carretera quedan todavía muchos terrenos inundados. La paz parece haber huido furtivamente de todos los hogares. En los rostros, ni una sonrisa de las que por lo común exhiben los jarochos de oreja a oreja. Pasamos por San Pancho y constatamos que sus pobladores también fueron visitados por la desolación. Llegamos con la cal pegada a los zapatos y la tristeza enganchada en el alma, por todo lo visto y lo vivido. Cómo duele ver así a Veracruz…







Señores y señoras, mexicanos solidarios, no abandonen a los veracruzanos: el pueblo es el que está ayudando a sus hermanos damnificados. El pueblo de México es, verdaderamente, el único que puede, y quiere, reconstruir lo perdido, y edificar lo futuro. Cuando entendamos que sólo unidos podremos acrecentar nuestra fortaleza, la tragedia será menor. Para finalizar esta breve crónica de un día aciago, sólo expresar un ferviente deseo: que Dios provea al Señor Presidente y al Señor Gobernador de la sensibilidad y pericia necesarias para solucionar la agobiante situación que padecen casi un millón de afectados por “Karl” en Veracruz…











































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