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La cultura como simple ornamento

Por Celia Álvarez




La falta de interés que evidencian los gobernantes locales, federales y estatales hacia la actividad cultural es asaz notoria: siempre lo ha sido; basta escuchar sus declaraciones, ocurrencias y propuestas para comprender que la toman como un simple “ornamento” o fuente de “entretenimiento” popular en horas bajas o en tiempos en que se precisa distraer la atención pública de alguna eventualidad incómoda.

A la par, conocemos de primera mano cuán difícil es la situación en que viven gran parte de los artistas (aquí es pertinente comentar la triste situación por la que atravesó un pintor de avanzada edad, al que aprecio mucho, quien requería una operación urgente y, al no contar con recursos ni seguro médico o con la amistad de algún alto funcionario, debió soportar durante un año entero penurias y dolores inenarrables), de aquellos que son capaces de traducir su pensamiento en magia y belleza sobre el lienzo, la piedra o el papel, y sus muchos años de estudios en melodías o expresión del cuerpo, mientras en el otro fiel de la balanza contemplamos los regodeos impunes de muchos funcionarios encargados del rubro que cobran altísimos sueldos –producto de los impuestos de todos, por supuesto— y realizan gastos escandalosos a cuenta del erario público.

Funcionarios que, lo dicen los propios artistas, suelen ser ineptos e improvisados y desconocen por completo los complejos mecanismos del campo en que se hallan comisionados para desarrollar una labor que, por lo menos, debería ser digna y responsable. Muchos de ellos, incluso, tan incultos que ni siquiera tienen una buena ortografía y redacción (en este punto, recuerdo la entrevista que le hice a la recién nombrada directora de una galería xalapeña, quien, para mi asombro y vergüenza ajena, me espetó off the record: “Me vas a tener que componer un poquito las respuestas, porque yo, de arte, la verdad, no sé nada…”). Mas al contar con el respaldo de algún pariente poderoso en la política o cierta amistad influyente en el llamado “cuarto poder”, no sólo cobran insultantes salarios —en comparación con los que percibe la mayoría— a cambio de ofrecer nulos resultados, sino que aun se permiten actuar de manera prepotente y grosera con sus colaboradores, subordinados y hasta con los mismísimos protagonistas de la cultura, olvidando que trabajan, precisamente, para ellos y para el pueblo; sin discernir que la ética los obliga a desempeñarse al menos con un mínimo de eficiencia y eficacia.

¿El resultado? Lo que se ve, no se oculta: un escasísimo público para las artes —los espacios culturales, lo hemos visto, no suelen estar concurridos más que en ciertas inauguraciones o eventos señalados— y un alto porcentaje de la población absolutamente desinteresado tanto en la lectura como en sus propias tradiciones, en una época aciaga en que la globalización amenaza con anular cualquier vestigio de un pasado glorioso como el nuestro; en un momento en que la ignorancia y la insensibilidad son los principales enemigos a vencer por medio de la luz que brindan el conocimiento y la experimentación de vivencias edificantes.

Así, pues, buen número de artistas — nos consta— se ven obligados a efectuar su trabajo de manera independiente para ir sobreviviendo, para “irla pasando” nada más, como ellos lo expresan, o bien —y esto, por lo general, solamente lo hacen los más jóvenes y osados— deben optar por la búsqueda de lejanos horizontes más promisorios. Claro que los más no protestan ni hacen alharaca para no quedar mal con los que les pueden brindar, en un momento dado, alguna clase de apoyo o beca, que muchas veces se les concede casi en calidad de limosna, y otros acaban por convencerse de que tal vez su trabajo no vale la pena realmente y por eso no hay quien les haga caso, de modo que se entregan a la desilusión y ello redunda en una baja en la autoestima y la producción individual, que socava aún más su economía de por sí exigua.

La comunidad artística y cultural, aquellos que son portadores de la sapiencia y experiencia precisas para irradiar los bienes del espíritu —puesto que el arte proviene de lo íntimo de la esencia humana— debería exigir una mayor inversión en el rubro educativo y en la generación de mecanismos eficientes para crear públicos interesados en las diversas disciplinas creativas (insisto siempre en la necesidad de que museos y galerías se coordinen con la SEV para que los niños y jóvenes efectúen visitas periódicas, como parte del programa educativo, a esos recintos donde pueden descubrir otros mundos de un solo vistazo, así como con los teatros y otros espacios que ofrecen funciones de danza, conciertos, presentaciones de libros y demás actividades de elevado interés), y demandar un respeto irrestricto por las tradiciones que nos aportan identidad y deberían enorgullecernos a morir.

De la misma manera, los creadores deberían pugnar por que se les faciliten los medios para ofrendar la mayor calidad artística posible a un público espectador que hoy, desafortunadamente, es más bien proclive a embrutecerse con la basura televisiva, y sobre todo exigir que los funcionarios culturales cuenten con una preparación adecuada para manejar con decoro el importante cometido que les ha sido asignado, la alta misión que ha sido depositada en sus manos. Que cumplan, en fin, su encargo con decoro y, también, con cierta dosis de humildad, que todo es necesario… La cultura no es un adorno, señoras y señores, sino un puntal decisivo para el ennoblecimiento y progreso de los pueblos.


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